viernes, 17 de septiembre de 2010
Mil veces marchito el vientre maduro de la tierra, de su oscuro letargo en el mundo triste y cansado, aletargado tardíamente y malgastado su murmullo de maderas y muertos memorables. Maldigo el mar y el musgo que repasa el muro con su verdor mustio y arrogante, azul de silencios, soledades amarillas y desvastadas por melodías ajenas y lejanas. Melodías y murmullos, música maestra que demuestra ser parte primera de esta tierra maldita, de esta estancia humana y metal (material) que se corrompe en apenas unos míseros años, que no alcanza a descubrirse cuando ya esta muerto, eso llamado cuerpo. Musgo, mar ¡Humedad! Las murallas mueren aplastadas y las aplastan los números. Los números han besado alguna vez la palabra. Las palabras, ¡Tantas veces! Han amado a los números y a los pájaros. Algunos pájaros derribaron murallas. ¿Y los monumentos? Murieron memorando una muerte madura de madera y mierda, como cuando los elefantes mueren extrañando el marfil que miraban eternos sus ojos morados, ahora liberados miran un río rojo que los conduce a la descomposición. Elefantes, monumentos, vientres, tierras, muertos, memorias, vástagos de leche que se hierve en la fragua infinita de la soledad de algunos. Leche y mamas que amamantan la sangre de su vientre ya estéril. ¡Qué ironía!
el papel se moja
En cada bocanada de aire, aspiraba cuantos microbios hubiera a su alrededor. Cerró los ojos e inspiró su boca un reflejo de mar líquido que ahogó sus sentidos. Era un haz de luz que perduró unos segundos y que venía del otro lado de las penurias, enfrente de los dolores. Le punzó el corazón. Imaginó su alma recorriendo los desniveles de la textura impenetrable y tosca del filo de las mielinas de su cerebro alucinado. La otra bocanada del amigo marrón perturbó su memoria. Se olvidó de sí, pero recordó el haz de luz y se fue nuevamente con él a navegar por el mar gaseoso de su perenne existencia. Miró a su alrededor y avistó unas cumbres, oscuras, heladas, que le dieron escalofríos. En ellas había un faro que repetía incesantemente la señal de avistaje de un barco, pero no era por su barco de papel, era por el barco de coronel Ámbar Maldonado, el que había abandonado la tierra y se filtró por una ley promulgada en su tierra natal hasta dar en estas aguas pegajosas de la fibra más dúctil, babosa y transparente del alma del pobre muchacho, que en su barco de papel se mojaba y se hundía. Antes de llegar a las costas de su corazón, se ahogó en su propia alma y pudo ver, como en espejos estratégicamente puestos a ambos lados de su cuerpo, una mujer blanca, enteramente blanca como la blancura, que le tendía inútilmente la mano. Cayó y no terminaba de caer, porque su alma no tenía fondo, no tenía tierra debajo de sus pies y la sensación de in gravedad le provocó tal espasmo, que murió sin poder contemplar la definitiva suerte o desdicha de pisar la tierra más firme que el hombre pueda pisar, la de su corazón; y todo por ignorar que el papel se moja.
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